Me atrevo a decir que todos alguna vez hemos sido heridos por alguien muy amado y, por supuesto, muy cercano. Los amamos más, son más significativos, esperamos más de ellos y tenemos la ilusión irreal (consciente o inconsciente) de que ellos nos aman tanto que jamás nos van a herir. Y la pura verdad es que no siempre nos hieren con intención planificada, ni porque quieran vernos sufrir… ni siquiera porque no nos amen. Con frecuencia, y esto suele ser cierto sobre los hijos, por ejemplo, nos hieren tan solo con ser ellos. Los criamos, los educamos, dimos todo por ellos (esa es nuestra responsabilidad), y pensamos que van a actuar toda la vida a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza (lo cual no hacemos ni nosotros, hechos a imagen de nuestro Papá). Nos queremos creer que va a ser así, como si no tuvieran una influencia de su ambiente; o sus propias aspiraciones, deseos y maneras, razonables y lógicas o no, de ver la vida. Hasta que empieza una guerra que no vimos venir. Nos sentimos desconocer a quien hemos amado tanto. Nos enfrentamos a que no nos conocemos ni a nosotros mismos. Todavía más triste, sentimos que no damos testimonio de lo que hasta el otro día pensamos que éramos en Cristo. Todo este panorama fue el que pude ver en el maravilloso libro del Pastor Jentezen Franklin, Ama como si nunca te hubieran herido. Es una contribución para las familias; un testimonio real, tan dramático como tranquilizante, de una crisis familiar que puede ocurrir en cualquier hogar. Compartir esta historia es de invaluable beneficio para tantas personas, cristianas y no cristianas, que se sienten culpables de tener crisis familiares. Es hermoso que en medio de y a pesar de las batallas compartidas en el libro, el ingrediente AMOR se mantiene firme aunque se expresa de diferentes formas, algunas incomprensibles, pero lo notamos subyacente, persistente, a veces casi involuntariamente, siempre a punto de aflorar. El amor que prevalece lo vemos en la desesperación, en el preguntarse si estamos haciendo lo correcto, en cuestionarse qué fue lo que hice o lo que no, en el intento de rescatar a una persona aun de sí misma… en el intento de rescatarse uno mismo de un error que dañe aún más las relaciones más importantes y a las personas más amadas… en la desesperada pregunta: ¿cuándo acabará esto? ¿Qué nos queda? ¿Cuál es la lección definitiva y permanente? Aprendamos a amar con el amor de Dios. Una de las partes que más me conmovió del libro es cuando el autor nos recuerda que cometemos errores a diario, pecados, y a Dios no le gusta ni aprueba lo que hacemos mal. ¿Pero deja de amarnos? ¿Cuándo Dios nos deja de amar? ¡Nunca! Nos sigue amando. Con amor incondicional. Su amor no depende de si nos portamos bien o si nos portamos mal. Ese es el amor verdadero; el que sigue amando como si nunca nos hubieran herido. El que no lleva cuentas. El que empieza nuevo cada día. El que le dice al amado: “Me hiere lo que haces; no lo apruebo. Pero quiero que sepas que te amo”. Ese amor incondicional que derriba murallas de indiferencia, de incomprensión, y que respeta las diferencias entre nosotros y los seres amados que nos han herido. El amor que no depende de las circunstancias. El que repite, a pesar de todo, “estoy aquí para ti”. Y junto a este poderoso mensaje del amor que prevalece y triunfa, Jentezen Franklin nos deja una clara guía de qué hacer y qué no hacer para cuidar ese amor inspirado por Dios, que nos mantiene unidos en amor a los nuestros, como si nunca nos hubieran herido.